“Dicen que estamos violando espacio aéreo internacional y que nos van a aplicar las leyes que correspondan”, resumió el vicegobernador al resto de los pasajeros. “¿Y eso qué quiere decir?”, preguntó asustado uno de los ministros. El hombre miró los picos montañosos nevados y las nubes densas como algodones. “Que nos pueden llegar a derribar; tal vez ya tengamos un caza del Ejército detrás nuestro”, dijo.
Un par de horas antes, un avión Turbo Commander había partido desde el aeropuerto de Neuquén con destino a Loncopué. La comitiva estaba compuesta por el gobernador Pedro Salvatori y todo su equipo de ministros y colaboradores. El motivo de aquel viaje del 20 de octubre de 1988 era participar en el aniversario del pequeño pueblo ubicado a pocos kilómetros del volcán Copahue, casi en el centro de la línea cordillerana neuquina.
Salvatori llevaba su segundo año de mandato como gobernador, luego de haber triunfado en las elecciones provinciales de 1987. Dentro de la rutina casi cotidiana estaba la amplia recorrida por el interior de la provincia. Aquel día lo acompañaban Lucas Echegaray, vicegobernador; y los ministros Silvio Tosello, de Obras Públicas; Horacio Forni, de Gobierno; Gustavo Vaca Narvaja, de Salud, y Alberto Fernández, de Educación; además de Rubén Palavecino, secretario general, y Héctor Jorge Marín, director de Protocolo.
Para emprender el viaje, la comitiva se subió a un Turbo Commander, uno de los aviones que había adquirido el gobierno para reforzar la flota de la empresa aérea TAN. La pequeña aeronave estaba a cargo de un joven piloto que recién hacía sus primeros vuelos para la compañía provincial.
El gabinete se subió al avión que, luego de los protocolos técnicos que duraron un par de minutos, comenzó a trepar por el cielo rumbo al aeropuerto Teniente La Rufa, ubicado a casi 250 kilómetros de la capital provincial. Por la proximidad, sería un vuelo corto que demandaría pocos minutos.
Los funcionarios dialogaban distendidos, mientras repasaban algunos puntos de la agenda que debían cumplir en aquella localidad. Inaugurarían obras, tomarían contactos con los vecinos y participarían de los actos por el nuevo aniversario.
Cumplidos varios minutos de vuelo, el gobernador Salvatori miró a través de la ventanilla y, pese a las nubes, notó que el paisaje no le era familiar. El río Agrio, tan característico de la zona, no se veía. El avión seguía volando a gran altura, demasiada por el tiempo de viaje que había transcurrido. Se suponía que la aproximación al aeropuerto ya la tendría que haber hecho. “¿Dónde estamos?”, preguntó. Sus colaboradores miraron por las ventanillas. “Cerca de Loncopué parece que no”, contestó alguien. Las nubes parecían ser cada vez más espesas.
Uno de los ministros se paró y fue a la cabina del avión para preguntarle al piloto. “Estamos perdidos”, reconoció el comandante.
De vicegobernador a piloto
El vicegobernador, que tenía fascinación por los aviones y en más de una oportunidad había ocupado el asiento del copiloto para tratar de aprender algo durante tantos viajes que había realizado la comitiva por el interior de la provincia, se sentó frente a los comandos. El ministro de Salud desplegó un mapa para tratar de colaborar. Todo era en vano.
El piloto explicó que, cuando estaban por llegar a Loncopué, notó que en la zona había mucha turbulencia y que por ese motivo decidió seguir subiendo para sortearla. A partir de ahí, se desorientó por completo.
A esa altura, casi todo el gabinete trataba de ingresar a la cabina. Había caras de preocupación porque nadie sabía con certeza en qué lugar estaban y cuál sería el destino de la aeronave.
Un mensaje radial les dio la única certeza. “Están invadiendo espacio aéreo internacional”, fue la advertencia contundente que llegó por la radio. En efecto, el pequeño avión se había desviado completamente de su recorrido, había cruzado las fronteras y los radares chilenos lo habían detectado enseguida. El alerta desde el vecino país se había lanzado a modo de amenaza. Violar el espacio aéreo era un delito, y las leyes eran muy claras. “¿Cómo que nos van a derribar?”, preguntó el gobernador.
Las relaciones con Chile en ese entonces no eran malas, pero diez años antes, ambos países estuvieron a punto de protagonizar un conflicto armado por el Canal de Beagle, y en 1982 chilenos y argentinos habían quedado muy enfrentados por la posición del gobierno trasandino en la Guerra de Malvinas. ¿Pero sería capaz el gobierno de Pinochet de enviar un avión caza para derribar al intruso argentino?
“Tenemos que volver como sea”, le dijo el vicegobernador al joven piloto, que a esa altura estaba tan preocupado como los pasajeros. La idea parecía simple, pero ¿cómo?
Con más decisión que conocimientos, Echegaray comenzó a asesorar al comandante. Le dijo que lo mejor sería hacer un giro completo para tratar de retomar el camino hacia territorio argentino, hasta que se divisara el volcán Copahue o el río Agrio.
El piloto y el vicegobernador se concentraron en esa tarea. Salvatori y el resto del gabinete aguardaban en silencio, con tantos nervios como expectativas. Aunque no lo mencionaban, muchos pensaban en la posibilidad de que un caza chileno hubiese despegado para interceptarlos. También había preocupación por la suerte que correrían si no encontraban la ruta de regreso. ¿Alcanzaría el combustible?
El pequeño avión comenzó a desandar el camino y a atravesar, casi a ciegas, la espesura de las nubes hasta que finalmente, luego de varios minutos y un largo recorrido, los pasajeros comenzaron a divisar terreno conocido. “¡Ese es el Agrio y allá está el volcán!”, gritaron.
La aeronave comenzó a descender e hizo las maniobras de aproximación hasta que finalmente vieron la pista. En los alrededores del aeropuerto había una muchedumbre esperándolos. Todos estaban desorientados, porque mucho antes habían visto pasar el avión volando demasiado alto. “¿Y éstos adónde van?”, se preguntaron.
El tren de aterrizaje tocó finalmente el pavimento, y se sintieron suspiros de alivio entre los pasajeros. No faltaron las bromas y los festejos con aplausos para aquel increíble desenlace.
Cuando descendieron y los funcionarios locales le preguntaron qué había pasado, Salvatori explicó lo sucedido y, pese a la preocupación que habían vivido, cerró el relato con una reflexión que hizo estallar en carcajadas a los presentes: “La verdad es que como vicegobernador, Echegaray es un gran piloto”.