El cacique gobernador de los pehuenches llamado Anca Namún, había sido oriundo y dueño de la cordillera del Viento Neuquina y de todas las tierras comprendidas entre el río Agrio y Malalhue.
Desde el año 1784 existía un tratado de amistad entre el gobierno de Mendoza, ejercido por el comandante de fronteras don Francisco de Amigorena, representante del virrey de Buenos Aires, y los indios pehuenches del sur de aquella provincia y del norte del Neuquén. El cacique gobernador de los pehuenches llamado Anca Namún extendía su dominación mediante hermanos y sobrinos distribuidos en tribus diseminadas en Varvarco, Tricao Malal, Trocomán, Reñi-leuvú, Buta Mallín, Ranquilón, Taquimilán y otros puntos, constituyendo un gobierno de familia o dinastía nepótica.
En dos oportunidades el gobierno de Mendoza, en virtud de reiterados pedidos amparados en tratados, se vio en la obligación de auxiliar con tropas a los pehuenches en sus luchas ancestrales contra los huilliches o indios sureños del Neuquén. Los éxitos alcanzados envalentonaron a los primeros y enardecieron la animosidad de sus contrarios, quienes los consideraban traidores a la raza. Sin preverlo, los pehuenches llegaron a constituir un muro humano activo, que se oponía a las incursiones llevadas por los huilliches e indios chilenos a las pampas del sur de Buenos Aires.
Tanto en Mendoza como en Chile, los gobiernos respectivos habían conseguido mediante acuerdos amistosos y regalos, granjearse la confianza de los pehuenches, así como su fiel sometimiento al rey de España y sus representantes en América. Se explicaba entonces por qué en los años que inmediatamente sucedieron a la revolución de Mayo, los indios se negaran a colaborar con los gobiernos criollos. Los consideraban usurpadores o insurgentes infieles a su rey.
Los pehuenches eran los dueños de las cordilleras del sur mendocino y del Neuquén hasta Lonquimay, y en los planes que preparaba San Martín para llevar con éxito su cruzada libertadora a Chile, entraba el de granjearse la buena voluntad y amistad de estos aborígenes. Aprovecharía para tal efecto la desorientación en que se hallaban con respecto al derecho de supremacía de los bandos que se disputaban el dominio del país criollo que quería refirmar su emancipación.
En setiembre de 1816, cuando ya tenía perfectamente planificada y preparada su expedición y precisados los pasos por los que debía llevar su ejército a través de los Andes, San Martín escribió una carta al cacique Ñeicún, gobernador de los pehuenches, en la que lo invitaba para un parlamento o reunión formal.
Para dar más importancia a la convocatoria, San Martín envía a los pocos días al comandante general de la frontera, don José de Susso, un mensaje en el que le pedía que predispusiera favorablemente a los pehuenches, hablándoles de los principios patrióticos de libertad propiciados por la Revolución de Mayo, tal cual lo había hecho Castelli entre los pampeanos y los congresales que proclamaron la Independencia en Tucumán.
Sabía perfectamente San Martín que los pehuenches constituían una nación aborigen organizada en base a un código oral de costumbres y tradiciones, y que éste respondía a los principios democráticos y comunitarios que caracterizaron sociológicamente a las tribus americanas en proceso de asimilación. En base a estos premonitorios recaudos, fue que accedió a colocarse con los pehuenches en un plano diplomático de altas partes contratantes.
Para cumplir con los enunciados básicos de la tradición indígena, que consistían en exigir que todo aquel que quisiera penetrar en sus dominios debería pedir con antelación permiso a su cacique gobernador, San Martín se allanó a estas exigencias. Solicitó, en consecuencia, la reunión a la usanza aborigen. En magna asamblea se trataría públicamente y en forma democrática el pedido de San Martín. En tal ocasión se proclamaría una vez más la tradicional amistad existente entre mendocinos y pehuenches.
San Martín conocía la mente del indio. Sabía que era proclive a la delación, pero sobre todo a mantener el concepto de respeto y fidelidad a los tratados que habían concluido con los huincas o colonos españoles, desde los tiempos de la conquista.
Ñeicún debería invitar a los principales caciques, tanto a los de Mendoza como a los del Neuquén.
El propósito más importante del parlamento solicitado, era el de hacer llegar al gobierno de Chile, contando con alguna delación, noticias falsas sobre el lugar por el que se proponía pasar la cordillera. En el aspecto de la estrategia militar lo consideraba imprescindible para sus cálculos.
El parlamento
Con anticipación de un día, el general San Martín se había transportado al fuerte de San Carlos, distante 30 leguas al sur de Mendoza, precedido de 120 barriles de aguardiente, 300 de vino, gran número de frenos, espuelas, vestidos antiguos bordados y galoneados que había hecho recoger en toda la provincia, sombreros y pañuelos ordinarios, cuentas de vidrio, frutas secas, etc., preparativos indispensables en toda reunión de indios.
A las ocho de la mañana del día señalado para el parlamento, que tuvo lugar en la plaza del fuerte de San Carlos, concurrió San Martín con su estado mayor, el cacique Ñeicún, gobernador de las tribus pehuenches, y su séquito de caciques subordinados. Estos pasaron por la explanada que está en frente del fuerte por separado con sus hombres de guerra, y las mujeres y niños a retaguardia (en total más de dos mil); los primeros con el pelo suelto, desnudos de medio cuerpo arriba, y pintados hombres y caballos de diferentes colores, es decir, en el estado en que se ponen para pelear con sus enemigos.
Cada cacique y sus tropas debían ser precedidos (y ésta es una prerrogativa que no perdonan jamás porque creen que es un honor que debe hacérseles) por una partida de caballería de cristianos, tirando tiros en su obsequio. Al llegar a la explanada las mujeres y niños se separan a un lado, y empiezan a escaramucear al gran galope; y otros a hacer bailar sus caballos de un modo sorprendente. En este intermedio el fuerte tiraba cada 6 minutos un tiro de cañón, lo que celebraban golpeándose la boca y dando fuertes gritos; un cuarto de hora duraba esta especie de torneo, y retirándose donde se hallaban sus mujeres, se mantenían formados volviéndose a comenzar la misma maniobra que la anterior por otra tribu. Al mediodía concluyó este largo ritual, en cuyo intermedio una compañía de granaderos a caballo y 200 milicianos que habían acompañado al general se mantuvieron formados.
En seguida comenzó el parlamento; a este efecto había preparado el comandante de la frontera en la pequeña plaza de armas una mesa cuyo tapete (por no haber otra cosa) era un paño de púlpito de la capilla, y diferentes bancos para los caciques y capitanes de guerra, únicos que entran en la conferencia, quedando todo el resto de los demás indios formados y armados hasta saber el resultado del parlamento.
Convocados para comenzar, tomaron sus asientos por el orden de ancianidad, primero los caciques y en seguida los capitanes; el general en jefe, el comandante general de frontera y el intérprete, que era el padre Inalican, fraile franciscano y pehuenche de nacimiento al frente del tapete. A tiempo de comenzar el parlamento general se les ofreció de beber a los caciques y capitanes, pero todos ellos se negaron diciéndole que no podían tomar ningún licor porque sus cabezas no estarían firmes para tratar los asuntos que se iban a discutir.
El fraile comenzó su arenga haciéndoles presente la estrecha amistad que unía a los indios pehuenches al general; que éste confiado en ella los había reunido en parlamento general para obsequiarlos abundantemente con bebidas y regalos, y al mismo tiempo suplicarles permitiesen el paso del ejército patriota por su territorio, a fin de ir a atacar a los españoles de Chile, extranjeros a la tierra, y cuyas miras eran de echarlos de su país, y robarles sus caballadas, mujeres e hijos, etcétera, etcétera. Concluido el razonamiento del fraile un profundo silencio de cerca de un cuarto de hora reinó en toda la asamblea. Era bien original el cuadro que presentaba la reunión de los pehuenches con sus cuerpos pintados y entregados a una meditación profunda y silenciosa.
La pausa finalizó cuando el cacique más anciano rompió el silencio y dirigiendo la palabra a los demás indios les propuso si eran o no aceptables las proposiciones que los cristianos les acababan de hacer. Esta discusión fue muy interesante; todos hablaron por turno sin interrumpirse, y sin que se manifestase en ninguno de ellos la menor impaciencia; exponiendo su opinión con admirable concisión y tranquilidad; puestos de acuerdo sobre la contestación que debían dar se dirigió al general San Martín, y le dijo: todos los pehuenches a excepción de tres caciques que nosotros sabremos contener, aceptamos tus propuestas; entonces cada uno de ellos a fe de su promesa abrazó al general a la excepción de los tres caciques que no habían convenido; sin pérdida se puso aviso por uno de ellos al resto de los indios comunicándoles que el parlamento había sido aceptado.
En consecuencia, quedó aprobado y convenido:
- Que los pehuenches daban permiso al general San Martín para pasar su ejército desde Mendoza a Chile por el paso de El Planchón.
- Que los pehuenches se comprometían a guardar secreto sobre esta expedición a fin de que el enemigo no lo supiera y no se preocupara en defender el paso.
Como lo preveía el general San Martín, no faltó entre los indios quien advirtiera al gobernador de Chile, Marcó del Pont, lo tratado en el parlamento y éste se vio entonces obligado a distraer fuerzas en el sur. De no haber mediado la circunstancia calculada, hubieran aumentado las que debían resistir en el centro principal de operaciones, es decir, el correspondiente a los pasos de Uspallata y de los Patos.
Al parlamento siguió el reparto de obsequios llevados por San Martín y el festín o cahuín acostumbrado, con asados de potranca, viandas, libaciones, danzas y otros entretenimientos a los que eran afectos los pehuenches. A los tres días el general regresó a Mendoza dejando encargado del orden en el campamento, al comandante del fuerte don José L. Lemos.
Durante los festejos, se produjo un acto significativo en términos de la confianza que los pehuenches tenían sobre el por entonces Gobernador intendente de Cuyo, todos entregaron sus armas para que fueran retenidas en el fuerte en custodia. Las mujeres emplearon especial cuidado para que sus maridos y parientes no oculten arma alguna. Esto se debía fundamentalmente, porque en las celebraciones, donde fluía el alcohol en abundancia, podían producirse hechos de violencia a raíz de venganzas entre las familias.
Los hechos de violencia igualmente sucedieron, pero gracias a la estrategia de retener las armas, solo hubo dos indios y una india muertos, pérdida bien pequeña si se consideran los excesos a los que se habían entregado tras la ingesta de alcohol que duró tres días. Los milicianos se hallaron en continua ocupación a fin de separar a los contendientes, previniendo en cuanto se pudiese las desgracias.
Fuente: Mas Neuquén