Sr. Director:
Entre múltiples conductas antisociales que vamos naturalizando -ya casi sin darnos cuenta-, traccionada esta normalidad indeseada por una especie de costumbre disfuncional a vivir en un estado de inseguridad permanente, donde los recursos públicos son insuficientes para dar batalla pareja al crimen; se dirigen contra aquellas, leyes penales -y otras orgánicas- del Estado jurídicamente organizado, cuales resultan esenciales para tutelar a los ciudadanos frente a quienes se les ha confiado la “administración pública”; sea ésta ejecutiva, legislativa o judicial, tendiente a asegurar el debido ejercicio y goce de todos los derechos constitucionales, poniendo especial énfasis en los administrados, mayormente en los ciudadanos de a pie, la gente común, en tanto resultan ser sujetos débiles frente al enorme poder del Estado, que debe ser controlado.
Tan mayúsculo es el poder estatal que se confía a manos de los administradores, que las herramientas legales para atacar a los funcionarios infieles, cobran particular relevancia y son fundamentales para mantener funcionales las estructuras de gobierno en el sistema republicano.
Existe corrupción cuando el que tiene una posición de poder y está encargado de hacer ciertas actividades, es inducido por incentivos monetarios, personales o de otro carácter, a beneficiar a quien ofrece esos incentivos, causando daño al público y sus intereses.
Es así, que la corrupción se caracteriza como la conducta de quien ejerce cierta función social desde el aparato público, que implica determinadas obligaciones -activas o pasivas- destinadas a satisfacer ciertos fines, para cuya consecución fue designado en esa función, y no cumple con aquellas obligaciones o deberes, o no los cumple de forma de satisfacer esos objetivos, de modo de obtener un cierto beneficio para él o para un tercero, así como también la conducta del tercero que lo induce o se beneficia con tal incumplimiento del deber.
Se trata de delitos de “manos sucias”, que rompen el compromiso con la sociedad sellado en la jura de asunción del cargo, utilizando medios públicos para fines particulares propios o de terceros, para obtener, por ejemplo, posiciones, estabilidad o ascensos en cualesquiera de las gradas de los tres poderes del Estado; ya que las recompensas a la tarea ilícita encomendada, no siempre se miden en dinero, pues también se pagan con cargos públicos u otros tipos de favores.
Hay delito organizado cuando la corrupción se produce por estrecha vinculación entre delincuentes y funcionarios públicos. Existe un organizador, que por lo general es el político o funcionario de mayor jerarquía en la pirámide de ese sector de la estructura corrompida, que incluye a otros funcionarios incorporándolos para su silencio y simultáneamente constituir una red difícil de penetrar, donde se cubren unos a otros; cierran filas para protegerse; haciendo trizas las posibilidades de éxito de cualquier denuncia que se haga -así sea realizada por abogados-; descomponiendo el sistema como un melanoma que se expande en un tejido que carece de defensas suficientes para evitar el avance, y finalmente el ocaso; cual, bajo este análisis, significa la descomposición de la sociedad como tal, quedando todos rehenes de unos pocos que ejercitan el poderío.
La corrupción -junto al narcotráfico- es el peor de los males, pues enferma y destruye el sistema público, desmoraliza y también desalienta a los integrantes de la comunidad a formular denuncias para evitarla; generándose en consecuencia un círculo vicioso, peligroso, letal, donde el corrupto se empodera cada vez más y el administrado de debilita de forma inversamente proporcional a ese aumento de la desviación; similar a una “bola de nieve” rodando cuesta abajo, que se acrecienta y se asume como difícil de frenar por parte de la ciudadanía, que se desmotiva y deja de creer en las instituciones, alejándose de sus posibilidades y derechos de controlar la cosa pública, cuales, no son otros, que el control de los actos de gobierno, tan temido por los corruptos y sus colaboradores.
Así como la gente -por lo general- culturalmente teme denunciar a los narcos que envenenan a sus hijos, familiares o amigos; es igualmente una realidad que existe miedo en la mayoría de los ciudadanos en denunciar a quienes manejan los engranajes del poder público, toda vez que se prefiere enmudecer y ser cómplice de un destino sin control, a correr el riesgo de sufrir algún tipo de sanción, como la pérdida del trabajo o la persecución mediante el ejercicio abusivo de la autoridad, por ejemplo, con la formación de sumarios administrativos, alguna imputación criminosa en represalia, o cualquier otra acción pérfida amañada por el agente corrompido.
En la provincia de Neuquén, particularmente en el sistema judicial, no hay corruptos; pues jamás se escucha ni se publicita en sus páginas oficiales el procesamiento penal de algún funcionario evadido a sus deberes de ley; siendo que tal omisión de actividad imprescindible para mantener saludable el Estado de Derecho, apareja necesariamente dos lecturas en extremo tan antagónicas como preocupante la última: o tenemos las mejores magistraturas y agentes judiciales del país, o han cerrado filas entre ellos, reforzando una caparazón endurecida en años de continua corrupción.-
Abog. Cristian Hugo Pettorosso
Matr. 2248, C.A.P.N; T°XLVIII, F°208, C.A.L.P; T°600, F°816, C.F.A.L.P.; Tº97, Fº387, C.P.A.C.F.